martes, 26 de julio de 2011

Umbra - repost

Perdón a todos por repostear esto, pero esta es la versión -final- de mi cuento. Ya corregí unos detalles que estaban todavía en la última versión que postee.



Umbra

por Javier Romero


Hubo una vez, en una tierra muy lejana, una feliz pareja que tuvo un niño. Eran pobres y en ese tiempo los nacimientos ocurrían en la casa de uno, asistidos por la partera del pueblo. El nacimiento transcurrió sin problemas. El niño había nacido saludable y completo, para alegría de los presentes. Al principio nadie notó nada extraño con el bebé, pero mientras la partera limpiaba al niño, casi lo dejó caer cuando vio la sombra del pequeño dibujada en la pared por la luz de las velas: unos pequeños cuernos, alas de murciélago y una cola que terminaba en pico sobresalían de aquella minúscula figura. La comadrona se persignó mientras rezaba una oración, a la vez que se los entregaba a los padres. Éstos, asustados de ver aquella sombra, tomaron al niño, temblorosos. La madre, sin embargo, cargó a su hijo y lo abrazó con ternura y amor. La pareja hizo que la partera jurara que aquél secreto nunca escaparía de sus labios. Ella prometió no revelar nada a nadie y prender una vela cada mes, así como orar, porque esa luz iluminara a aquel niño que había nacido con una sombra como esa.

El tiempo transcurrió. Para evitar que alguien descubriese el secreto de su hijo, sus padres lo cubrían, sin importar la estación o el clima, con mucha ropa cada vez que salía o que llegaban visitas a la casa. Camisas, gorros, guantes, abrigos, sombreros, pantalones, y demás ocultaban los rasgos más llamativos de aquella sombra demoníaca.
Dylan, que era el nombre del niño, creció sin mayores problemas. A pesar de que lo consideraban raro por siempre estar tan abrigado, tenía amigos y era feliz. Claro, él mismo estaba consciente de su sombra, así como de los problemas que acarrearía si alguien se enteraba de ello, pero prefería no pensar mucho en esas cosas.

Ocurrió una tarde de tormenta. El cielo era un tapiz negro cuya superficie cambiaba para revelar formas tenebrosas que escupían relámpagos y maldecían con sus voces de truenos. Hacía unas pocas horas, sólo un par de nubes perezosas pastaban en la pradera azul. Todos fueron sorprendidos sin sombrillas ni paraguas, tanto los niños en la escuela, como los adultos en sus trabajos. Los estudiantes pudieron salir antes para que no les atrapara la cortina de agua que caería, sin lugar a dudas, de inmensos nubarrones. Por desgracia, las nubes deseaban empapar aquella tierra, en especial a sus habitantes, pues apenas salían los escolares, cuando el cielo comenzó a llorar. La tormenta parecía castigo divino. Algunos hubieran recordado aquel día por su impredecible naturaleza, pero estaría en la memoria de todos por otro motivo: una ráfaga de viento helado robó el sombrero y levantó la gabardina hasta el cuello de Dylan; la luz de un relámpago también se convirtió en ladrona aquella tarde, pues clara como el día, reveló los cuernos y la cola dibujados en el piso a todos sus atónitos compañeros. Sosteniéndolo entre varios, lo acercaron a uno de los faroles que se habían encendido para combatir la oscuridad. Sus rostros se llenaron de horror al contemplar la sombra maligna. Aquéllos que en ese momento lo retenían abrieron sus puños para soltarlo, asqueados de tocar a un ser como aquel: un demonio disfrazado de compañero de clases, de niño, de amigo.
Todos le gritaban maldiciones y amenazas, sus voces compitiendo con los estruendos celestiales. Algunos tomaron piedras u objetos tirados en las calles empedradas para lanzárselos; unos cuántos de estos proyectiles alcanzaron a Dylan. Él solo podía escapar, despavorido. Jamás pensó que fuesen a tratar de esa manera a alguien que conocían desde hacía tanto tiempo. Llegó a su casa, y encontró a su madre preparando la comida. Le contó lo que había ocurrido. Ella lo estrecho contra su pecho y le besó la frente. Tendrían que escapar de ahí cuanto antes, de lo contrario lo más seguro era que los matarían a ambos.
Su madre no estaba equivocada: la voz se corrió en todo el pueblo. En cuestión de minutos, y a pesar de la tormenta, una turba se movía con dirección a la pequeña casa que había visto nacer al niño de la sombra diferente. El padre de Dylan, en su camino de regreso a su hogar, tras escuchar lo que quienes que azuzaban a la muchedumbre gritaban, corrió sin detenerse hasta su hogar; alcanzó a su esposa e hijo para los tres huir con lo más esencial empacado en un par de valijas. En el camino, algunos hombres, les cerraron el paso para tratar de capturarlos. “¡Bruja!” —le decían a su madre—, mientras que a su padre le llamaban “servidor de Satanás”; al propio niño lo marcaron como monstruo o engendro. A pesar de que eran cuatro hombres, el padre de Dylan se lanzó contra ellos. Uno de aquéllos se resbaló y parecía haber quedado noqueado, mientras que las lámparas de aceite se rompían en el suelo, esparciendo el líquido en los charcos de agua que el cielo seguía decantando. Los otros hombres asieron de los brazos al padre de Dylan, pero su esposa salió a defenderlo mientras le gritaba a su hijo que huyera. Paralizado de miedo, el niño no se movía. El hombre que se encontraba en el suelo le agarró el talón, esperando capturarlo. Dylan pateó aquella mano que lo apretaba con tanta fuerza, logrando que le soltara para escapar. Asustado y confundido por todo lo que estaba ocurriendo, salió corriendo, perdiéndose en aquella tormenta que resonaba con su alma.
Cuando ya no pudo más, cuando sus pulmones le ardieron y sintió que su corazón estallaría, se sentó. Por primera vez giró para ver su pueblo. Observó dos nubes de humo elevarse como pilares de ónix hacía el cielo, fundiéndose con el negro techo que era la tormenta. Contempló largamente las fumaradas, pensando en que, dentro de ellas, se iban sus memorias, sus sueños y alegrías de la infancia. Entonces sus lágrimas se confundieron con las gotas de lluvia que surcaban sus mejillas.

El solitario Dylan viajó por el mundo. Siempre vestido con largas y holgadas prendas que le llegaban hasta los pies, así como sombreros o capuchas que no dejaban ver su rostro. Buscó sin descanso libros arcanos, hombres sabios o sacerdotes de antiguas religiones para solucionar su problema: corregir su sombra. Pero todos le rehuían al momento en que les revelaba la razón de sus preguntas y curiosidad por los secretos de antaño. No fue sino hasta que una anciana mujer, cuya edad era en sí un misterio, miró a través de su bola de cristal; consultó las tablas astrológicas; hasta lanzó las runas dentro del cráneo de un hombre ahorcado tres veces, que obtuvo una respuesta. La anciana, con su voz ceniza recitó:

“Deberás viajar al fin del mundo,
más allá de los desiertos de hielo,
más allá de los bosques pétreos
y de las llanuras carmesí.
A la tierra que colinda
con el mundo de la penumbra.
Ahí encontrarás a un demonio
que posee lo que deseas.
Deberás matarlo con tus propias manos
para así recuperar lo que perdiste
desde el momento en que naciste.”

Antes de que el joven de la sombra se retirara, la mujer lo detuvo y de entre los pliegues de su vieja y gastada ropa sacó una larga espada enfundada. Ninguno dijo una palabra, pero Dylan se llevó el arma.
El muchacho comenzó su jornada esa misma noche. Duró 3 años, 3 meses y 3 días llegar hasta el fin del mundo. Cuando llego al borde de ambos mundos, justo ahí, al parecer esperándolo, estaba un demonio sentado en una roca. Era rojo, con una cabeza alargada y un par de ojos depredadores adornaban sus facciones afiladas. Cuando éste avistó al joven humano, descendió de la piedra. Dylan pudo ver que sólo era un poco más alto que él, sin embargo, su figura lo hacía ver amenazador: sus alas eran enormes, y su cola y cuernos parecían hechos para matar. Lo que más llamó su atención fue su sombra que, alargada por el atardecer, se extendía y revelaba una silueta distinta: ella no tenía los temibles cuernos, ni la cola, ni siquiera las alas. Era la figura de un ser humano.
Mientras caminaba, el muchacho desenfundó su espada y el demonio mostró sus garras afiladas como navajas. Quedaron frente a frente. Solo había unos cuantos pasos de distancia entre ellos. Ambos podían escuchar la respiración y sentir el aliento del otro. Se observaron largamente; cada uno preguntándose quién era este contrincante que la vida, o el destino, les había impuesto. Durante este tiempo, las miradas de ambos se cruzaron, buscando a un enemigo en los ojos del otro. Dylan también observó que el rostro del demonio estaba lleno de cicatrices; su mente se llenó de dudas, pensando en si la vida de aquel ser oscuro habría sido igual o peor que la suya.
Estuvieron ahí, quietos, esperando que el otro hiciera el primer movimiento, nuestro héroe levantó su espada, a lo cual el demonio se arqueó para asumir una posición de ataque. La espada relucía con la luz rojiza del atardecer y siguió iluminada hasta que cayó al suelo, inerte, pues la mano que le daba vida la había soltado. Dylan se quedó inmóvil; el demonio se irguió de nuevo, al ver que el humano ya no era una amenaza sin su arma. El silencio que los envolvió fue roto por las pisadas del demonio mientras se acercaba. Cerrando sus ojos, Dylan hizo la paz consigo mismo. Entonces sintió la pesada mano del demonio posarse sobre su hombro. Sus párpados se abrieron y pudo ver una sonrisa en el rostro anguloso de aquel ser tan diferente que seguramente había atravesado por lo mismo, o peor que él. El joven levantó su mano para colocarla en el otro hombro del demonio. Ambos caminaron juntos, hacía donde se oculta el sol, donde las sombras se alargan tanto que pierden forma y sentido, para fundirse en el pasado.

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