sábado, 9 de julio de 2011

Beatriz Leticia Zavala Balcazar

EL TÚNEL

Caminábamos cuesta abajo por las calles empedradas, las casas de adobe, los corrales de piedra, el olor a humo y a estiércol marcaban nuestra llegada al barrio.

Él me llevaba de la mano, yo de vez en cuando daba saltos agigantados tratando de alcanzar su paso, como queriendo acortar la distancia entre los dos.

Eran las cinco de la tarde cuando papá y yo llegamos a casa de tía Nasita. El patío estaba adornado con papel picado de colores para el gran baile que se llevaría a cabo esa tarde, con motivo de la llegada de unos parientes de México.

El pregonero del barrio anunciaba a los invitados especiales: “¡Llegaron las Margaritas con sus jarritas!” Eran dos muchachas cargadas con sus cántaros: uno de pulque, para los mayores y otro de agua de jaripo, para los niños. “¡Llegó José Mendoza, el que siempre goza!” Un hombre de sesenta años, dueño del tocadiscos que alegraba el corazón de la fiesta.

Luego, entre porras y bienvenidas entraron los parientes de México y empezó el baile. Todo aquello era divertido, pero más resultó cuando nos juntamos Laurita, Nando, Sigis y yo.

—¿Qué les parece si nos desaparecemos de aquí para ver qué hay en el patio de atrás? —nos sugirió Sigis.

—¡Órale! —respondimos, a sabiendas de que lo haríamos sin pedir permiso.

Detrás había otro patio lleno de enredaderas como cubriendo o escondiendo un secreto. Llenos de curiosidad brincamos la cerca.

—¡Con cuidado, no se vayan a raspar los pies! —dijo Sigis.

Yo me fui de boca cuando me enredé en las guías del chayote; las gallinas, que andaban cerca, empezaron a cacarear y armaron un santo escándalo que todos nos preocupamos por quererles callar el pico para no ser descubiertos.

—¡Ay, me raspé! —me quejé

—¡Shist, cállate, no es para tanto! —contestó molesto Sigis.

—Te lo dije, Sigis. Por eso no me gusta andar con viejas —renegó Nando.

Seguimos explorando el lugar. El aire movió las ramas de un pino viejo haciéndolas silbar como murmullo doloroso y del pozo de agua que estaba enfrente resonó un eco incitador que nos condujo a encontrarnos con una montaña de rastrojo. Entonces decidimos subir y empezamos a brincar y brincar hasta que nos hundimos.

—¡Aaaaay! —gritamos todos, asustados.

Caímos en una especie de túnel. Sigis, que era el mayor, parecía no asustarse con nada y dijo:

—¡Cállense! No se vale gritar ni llorar porque ahora sí vamos a descubrir el verdadero escondite de las monedas de plata.

—¿Cuáles monedas? —preguntó Laurita.

—Pues las de los revolucionarios, mensa. ¡Qué tal si nos encontramos el costal donde las guardaba el Chihuahua —afirmó Sigis.

—¿Cuál Chihuahua? —dijo Nando.

—El matón revolucionario que siempre cargaba su carabina y andaba a caballo, así le decían, era roba ganado, mataba a familias enteras para robarles el dinero y dice mi abuelo que todo lo guardaba en un costal y que todavía está enterrada esa fortuna de plata. Es por eso que cada 3 de mayo, al anochecer, como a estas horas empieza a arder toda la calle y que esa es la señal porque la plata relumbra con el fuego, pero que hay que tener cuidado porque el humo puede matar si se le respira. También cuenta que en tiempo de la revolución hicieron túneles como este para esconderse y que muchos quedaban atrapados o se morían de hambre.

—Mejor vamos a regresarnos —dijimos, con insistencia Laurita y yo—, ya nos deben de estar buscando.

—Ahora se friegan, no sean coyonas —dijo Nando.

—¡Órale, a caminar y no se rajen! —contestó Sigis.

El túnel, hecho de piedras con lodo y estrecho, nos dejaba ver los últimos rayos del sol a través del techo de vigas rotas y apolilladas. Olía a humedad, a orines de rata y se alcanzaban a ver los hongos, como tapiz sobre las paredes frías. Sigis rompió una espesa capa de telarañas, con un palo de ocote que llevaba en sus manos para poder pasar, todos lo seguimos, caminando en silencio hasta que Laurita dijo:

—¿Y si nos sale un muerto?

—Ese será el que nos diga dónde está el costal de monedas de plata —aseguró Sigis.

Llegamos a un punto donde el camino se hizo más difícil. El piso, lodoso por la humedad que llegaba del pozo, hacía que nuestros pies se resbalaran, luego, al lado derecho del camino, había dos túneles más pequeños a los que sólo podíamos entrar si pidiéramos hacernos chiquitos. Decidimos entrar por el que parecía estar menos lodoso. Laurita y yo íbamos temblando de miedo. De pronto salieron volando unos murciélagos por encima de nosotros, volteamos y vimos detrás de nosotros una sombra que nos seguía, abrimos los ojos tan grandes como pudimos y gritamos llenas de terror, luego escuchamos unos quejidos y corrimos con dificultad dejando atrás a Nando y Sigis, sin saber a dónde íbamos a parar. Ellos enseguida corrieron para alcanzarnos, parecía un túnel sin fin. Regresamos al mismo lugar donde habíamos iniciado. Lo cierto fue que al entrar al túnel pequeño, sólo dimos la vuelta y fuimos a dar al mismo lugar donde ya nos esperaba tía Nasita, como si ella lo supiera todo.

—¿Qué andan haciendo por acá si allá está la fiesta? —dijo con una sonrisa maliciosa— ¡Vámonos!

Nos miramos a la cara y sin decir palabra, regresamos al baile, acompañados de Nasita, quien nos sirvió una fresca agua de jaripo. Aún después de la carrera y el tremendo susto, los cuatro decidimos sellar el pacto de regresar y encontrar en alguno de los túneles pequeños, las monedas de plata.

2 comentarios:

  1. Bien, creo que ya está completo.

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  2. Bien! me gustó el trabajo que hiciste. Aunque yo me pierdo con la malicia de la tía Nasita. jejejee
    Saludos

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